El edificio del Banco de España amanecía el pasado 30 de junio con grandes colas de ciudadanos apostadas junto a los portones de hierro de su entrada. Una hilera de personas que esperaba pacientemente, desde primera hora de la mañana, con un único fin: desprenderse de sus últimas pesetas.
Aunque hace casi 20 años que el euro sustituyó a nuestra antigua moneda (ya sabemos que los españoles somos muy de dejar las cosas para el último momento), ese mismo día terminaba el plazo que la administración había determinado para tal fin.
Era, por tanto, la última oportunidad para poder cambiar esos postreros billetes que uno pudiera haberse encontrado traspapelados en un cajón de la cocina o aquellos duros sueltos que se hubieran caído de los bolsillos de un pantalón sepultado en el armario desde hace décadas. Un dinero antiguo —pero dinero en puridad— que a partir del día siguiente dejaba ya de tener ningún valor real, salvo como recuerdo melancólico de una época marchita o como pieza de coleccionismo para algún aficionado a la numismática.
Y sin embargo, a pesar de todas las prórrogas y plazos concedidos, se calcula que una cantidad más que notable de pesetas —el equivalente a unos 1.500 millones de euros— se ha quedado definitivamente fuera de circulación (suspendida en una especie de limbo monetario) sin que nadie se haya molestado en trocar todo ese peculio, a punto de caducar, en efectivo.
Un despilfarro estéril que puede provocar en mucha gente una pregunta tonta no carente de sentido común: «Y todos esos millones, ¿dónde están? ¿Adónde se han ido? ¿Quién se los ha quedado? Porque en algún sitio tendrán que estar, ¿no?».
Del dinero tangible al incorpóreo bitcoin
La idea de que el dinero es algo «contante y sonante» y ocupa un espacio físico (sea en una hucha o en una caja de caudales) es un concepto grabado a fuego —casi sagrado— en el inconsciente colectivo de nuestros mayores.
Aún hoy, nuestros abuelos se muestran reacios a llevar tarjetas de crédito encima, prefiriendo pagar el café del desayuno con monedas sueltas (amontonándolas incluso sobre la barra, una a una, intentando entregar al camarero el precio justo), mientras que sus nietos optan por acercar el móvil al lector del datáfono, hasta oír ese pitido característico que indica que la transacción ha sido realizada.
La Generación Z (los conocidos como centennials) asumen con naturalidad la no presencia física del dinero en su día a día. Para ellos, el valor de las cosas no parece sujeto a nada externo, más allá de una notación numérica en la pantalla de un dispositivo electrónico. La irrupción de las criptomonedas, en este sentido, podría ser considerada como un peldaño más en esa escalera de caracol ascendente que nos está conduciendo hacia un paradigma completamente nuevo y desconocido.
A los que sí hemos comprado —en nuestra infancia— polos de limón con monedas de 25 pesetas, sin embargo, este concepto posmoderno, atípico y descentralizado sí nos genera cierta incomodidad intelectual, además de suscitarnos un montón de dudas.
¿Por qué un bitcoin (recordemos que su origen se remonta a tan sólo a 2009, hace poco más de una década) puede quintuplicar su cotización en una semana y luego caer a la mitad? ¿En relación a qué se producen semejantes fluctuaciones? ¿Cómo es posible que el valor de algo incorpóreo —más allá de su presencia virtual en esa red de servidores llamada nube— pueda equivaler a un sólido maletín de cuero, repleto hasta los topes con billetes de 50 euros? ¿Qué organismo oficial (nacional o internacional) asegura y respalda esa tasación? En definitiva, ¿cuándo demonios empezó el dinero a dejar de ser dinero?
Para esta última pregunta, curiosamente, sí existe una respuesta concreta. El dinero empezó a dejar de serlo —en el sentido que lo entendían nuestros abuelos— hace ahora justo 50 años, concretamente el 15 de agosto de 1971, el día en que Richard Nixon, el entonces presidente de Estados Unidos, decidiera por sorpresa dinamitar la economía mundial y decretar de forma unilateral el fin de los acuerdos de Bretton Woods.
A partir de esa fecha, hace ahora medio siglo, el dinero dejó de estar vinculado a un elemento externo, para empezar a valer —simplemente— lo que los mercados decidan que valga.
Pase lo que pase, el oro siempre será oro
Enmarcado entre montañas, el lujoso Hotel Mount Washington (ubicado en la localidad de Bretton Woods, en New Hampshire) es uno de los destinos preferidos por los amantes del esquí alpino. Desde hace más de un siglo, las clases pudientes de Boston o Nueva York suelen acercarse hasta este bucólico paraje para refugiarse del estrés urbano (aunque la arquitectura del edificio recuerde al inquietante escenario de la película El resplandor). Sin embargo, si por algo es famoso este establecimiento es por haber albergado la firma de uno de los acuerdos más importantes del siglo XX.
En julio de 1944, con el telón final de la Segunda Guerra Mundial a punto de caer, 44 países de todo el planeta se reunieron en esta esquina de EE UU —muy cerca de la frontera canadiense— con el objetivo de regular sus futuras relaciones financieras.
En la mente de muchos, aún resonaban las devastadoras consecuencias que la inestabilidad económica había provocado en países como Alemania (con su galopante inflación, durante la fallida República de Weimar, en 1922, cuando el papel moneda se intercambiaba al peso y se transportaba en carretilla), envenenando de recelo y gasolina las raíces de una Europa que acabaría ardiendo por los cuatro costados.
PESE A GRAN BRETAÑ, QUE DEFENDÍA LA PREDOMINANCIA DE LA LIBRA, SE ACORDÓ VINCULAR EL VALOR DE LAS DIVISAS AL DÓLAR.
El principal objetivo de los Acuerdos de Bretton Woods era, por tanto, establecer un nuevo orden económico mundial, capaz de empapar de confianza las transacciones comerciales internacionales mediante un sistema monetario sólido, creíble y fiable. ¿Y quién podría ofrecer tales características? El oro.
Si uno viajara en una hipotética máquina del tiempo hasta la Roma Imperial, la España visigoda o la Inglaterra del siglo XVII, de poco le serviría llevar un fajo de dinero. Sin embargo, un lingote dorado le abriría todas las puertas (sin importar la época o la civilización). Como diría un castizo, al empeñar sus alhajas en el Monte de Piedad: “Pase lo que pase, el oro siempre será oro”.
A pesar de ciertas reticencias de la delegación británica, que aún pretendía hacer valer la predominancia de la libra esterlina, los representantes de Bretton Woods acordaron vincular —del mismo modo que un barco lanza el ancla al mar para fijar su posición— el valor de las divisas al valor del dólar norteamericano, moneda que a su vez quedaba atada directamente a la cotización del oro, creando así un cambio resistente y estable.
El patrón oro (como pasó a llamarse el sistema) obligaba a Estados Unidos a mantener el precio del mismo a 35 dólares la onza, pudiéndose cambiar la divisa estadounidense por el dorado metal sin restricciones ni limitaciones. Esto significaba que, cuando un país adquiría dólares, en cierto modo, estaba comprando pequeñas participaciones de las reservas de Fort Knox, la base militar de Kentuky junto a cuyas instalaciones se guarda gran parte del oro estadounidense.
Aquellos papeles de color verde lechuga, decorados con rostros de expresidentes y símbolos masónicos, llevaban impregnado en sus hebras el respaldo áureo de la comunidad mundial. El dólar sería el kilómetro cero de referencia y el resto de países fijarían el precio de sus monedas en relación con este. Aunque la nostalgia lleva implícita cierta visión romántica del pasado, lo cierto es que los Acuerdos de Bretton Woods proporcionaron al mundo un periodo —de algo más de 25 años— relativamente plácido, sin tormentas ni huracanes financieros de alcance. Un tiempo soleado de prosperidad apenas ensombrecido por esporádicos nubarrones de deflación o depresión.
A pesar de tal estabilidad, sin embargo, el patrón oro generaba frustración entre los inversores, los cuales ansiaban picos de crecimiento más rápidos y pronunciados, con mayores posibilidades de ganancia (aunque también con mayores riesgos). El único atajo posible era la especulación con dólares, convertidos masivamente en oro, lo que generaba que la Reserva Federal pudiera perder una parte importante de su remanente en lingotes, algo que no gustaba nada a Washington.
Nixon rompe amarras
Pasar de una década a otra no debería suponer más que una mera convención numérica, sin embargo, la llegada de los años setenta supuso un desgaste psicológico para la Casa Blanca.
La Guerra del Vietnam sumaba ya su decimoséptimo año de hostilidades, una situación que —además de arrojar al sumidero miles de millones en presupuesto militar— endurecía el rostro de América. De los pacifistas himnos hippies de antaño se había pasado a los aullidos de guitarra de bandas como Led Zeppelin o Black Sab-bath. El desencanto incendiaba las calles.
En un contexto de inflación mundial y con la Reserva Federal vaciándose de reservas, el presidente Nixon afrontaba su último año de mandato con la preocupación de perder la reelección por culpa de los malos datos económicos. Por primera vez en la historia del siglo XX, EE UU había presentado déficit comercial en su balanza.
Durante unos días, se encerró con su círculo más íntimo de consultores y colaboradores en la residencia de Camp David y, tras varios acalorados debates, salió de allí con una idea fija: se hacía imperativo romper con los acuerdos de Bretton Woods. No había otra salida.
EL PATRÓN ORO GENERABA FRUSTRACIÓN EN LOS INVERSORES QUE ANSIABAN PICOS DE CRECIMIENTO MÁS RÁPIDOS, AUNQUE RIESGOSOS.
El presidente lo anunciaba el 15 de agosto de 1971: EE UU abandonaba el patrón oro. Al mismo tiempo, devaluaba el dólar, abaratando así sus exportaciones. La economía mundial rompía amarras y pasaba a flotar en el proceloso océano de los tipos fluctuantes.
El dinero ya no estaba respaldado por ningún metal precioso ni amarrado a ninguna boya. Pasaba a ser dinero fiat (también llamado fiduciario o dinero por decreto) y su valor en los mercados se basaba únicamente en la creencia general compartida —una mera convención, al fin y al cabo— de que sí poseía ese valor.
Por un lado, la posibilidad de imprimir más y más papel moneda (ya no hacía falta tener su equivalencia en lingotes de oro —o en dólares— para poder hacerlo), permitió a los estados introducir estímulos en su economía. Sin embargo, la emisión de una cantidad excesiva podía hacerles caer en una inflación desbocada y acabar arruinados, ahogados literalmente en un tsunami de deuda monstruosa.
Cómo hemos llegado hasta aquí
Los efectos colaterales del fin del patrón oro empezaron a ser cada vez más evidentes a partir de la década de los años ochenta. La nueva mentalidad generada por el sistema alentaba una especulación masiva y una concentración de la riqueza, lo que deterioraba la economía real. Bajo la lupa de Bretton Woods, existían controles muy estrictos, diseñados para proteger el tipo de cambio fijo. Tras su extinción, los flujos masivos de capital crecieron y se desarrollaron a un ritmo cada vez más acelerado.
De aquellos barros, estos lodos. Aspectos cotidianos de la economía actual, como la ingeniería financiera, las deudas superiores al cien por cien del PIB anual o instrumentos incomprensibles para el ciudadano de a pie (como el mercado de derivados, donde ya no se comercia con cosas reales, sino con las variaciones que experimentará, a lo largo del tiempo, el valor que el mercado atribuye a las cosas), hubieran sido inconcebibles —más allá de meros animales mitológicos— en los atlas clásicos de Bretton Woods.
EL FIN DEL PATRÓN ORO ALENTÓ LA ESPECULACIÓN Y LA CREACIÓN DE INSTRUMENTOS INCONCEBIBLES BAJO BRETTON WOODS.
Posiblemente, el siguiente paso lógico dentro de esta cadena desemboque en la eliminación total del dinero físico, una medida ansiada por muchos gobiernos, la cual permitiría a los ministerios de hacienda acabar con la economía sumergida, aunque también fiscalizar cualquier transacción privada que realicemos (todo dejaría una huella digital en el ciberespacio).
Tal vez nuestros nietos también se encuentren en el futuro un añejo billete de cinco euros en un altillo del armario y, con él en las manos, vengan corriendo a preguntarnos. “Abuelo, ¿y esto para qué sirve?».