La mayoría de los gobiernos y sus organismos reguladores reconocen el cambio climático como un riesgo de primera magnitud para la sociedad, el medio ambiente natural y la estabilidad económica y financiera. Estos agentes quieren que las empresas que contribuyen a la estabilidad financiera de la economía tengan en cuenta el cambio climático como factor determinante y se genere un alineamiento entre las preocupaciones materiales de la sociedad y la economía. Sin embargo, lograr esa alineación de intereses es más fácil decirlo que hacerlo.
Las empresas saben que el cambio climático es relevante para sus negocios. Sin embargo, si no lo incluyen en sus informes corporativos, es porque, en realidad, no creen que el cambio climático sea importante para su negocio: o piensan que los efectos del mismo están más allá de su horizonte de planificación o simplemente no tienen claro si el cambio climático (¡o cómo!) podría ser un riesgo comercial importante. No se contempla la idea de que, en realidad, no les importe. O que lo consideren un riesgo asumible para lograr beneficios a corto plazo.
Una de las agencias internacionales más influyentes encargada de señalar donde flaquea el sistema financiero y desarrollar e implementar políticas fuertes de regulación, supervisión u otras políticas que aseguren la estabilidad financiera en la economía global es el Consejo de Estabilidad Financiera (CEF), creado en Londres en abril de 2009, tras la Cumbre del G-20, y con sede actual en la ciudad suiza de Basilea. Entre los miembros del CEF figuran el Banco de Inglaterra, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, la Comisión de Valores de Estados Unidos, el Banco Popular de China, el Bundesbank de Alemania, el Fondo Monetario Internacional, entre otros.
Esta poderosa organización ha planteado una nueva iniciativa, la creación del Grupo de Tareas sobre las Revelaciones Financieras relacioånadas con el Clima (TCFD, por las siglas en inglés de Task Force on Climate-related Financial Disclosure), para desarrollar una serie de recomendaciones que ayuden a las empresas a identificar y divulgar los riesgos relacionados con el clima que son cruciales para sus respectivos negocios y distribuir esta información a sus inversores.
El TCFD pasó un año consultando a empresas, inversores y personalidades clave del mundo financiero de distintos países antes de presentar y, finalmente, en diciembre del año pasado presentó un informe preliminar con un período de sesenta días de consulta abierta –que se cerró el 12 de febrero– para recibir, a continuación, respuestas y comentarios sobre las recomendaciones del TCFD, que se han ido incorporando al informe de recomendaciones definitivo, cuya presentación al Consejo de Estabilidad Financiera está previsto que se haga este mes de junio.
No se trata de elegir entre cañones y mantequilla, es decir progreso económico o protección del medio ambiente. Se trata, según la opinión de numerosos científicos y expertos de una dicotomía falsa que abogan por la inversión en energías renovables, que consideran YA no sólo rentables y necesarias sino, directamente, más barato que el uso de hidrocarburos o energía nuclear, debido a la reducción de costes para su generación que ha venido produciéndose en los últimos años.
os medios de producción de energía que hasta ahora se empleaban eran profundamente agresivos con el medio ambiente y consistían en la extracción de minerales venenosos que luego se quemaban y generaban residuos también tóxicos. Las nuevas formas de energía, plenamente saludable, están aquí para quedarse, pero el punto de inflexión no termina de alcanzarse, por culpa, fundamentalmente, de la incapacidad política, cuando no a oscuros intereses ocultos. La llegada al poder de Donald Trump ha vuelto a dar alas a los intereses de la industria del carbón y el petróleo estadounidense, y la comunidad científica internacional ve con temor la posibilidad de que Estados Unidos abandone el Acuerdo de París de 2015, por el que las Naciones Unidas estableció una serie de medidas sobre el cambio climático que tenían como objetivo la reducción de las emisiones de los gases de efecto invernadero hasta 2020.
Pero no es sólo la comunidad científica la que asiste con preocupación al retroceso filosófico que la postura de la nueva administración estadounidense puede provocar. Las propias empresas que lideran actualmente la economía mundial, Apple, Microsoft o la mismísima General Electric –implicada en la industria petrolera y gasística, pero que en 2015 comenzó un proceso de diversificación para convertirse en líder del internet industrial, mediante la gestión del software y el análisis de datos– han solicitado al gobierno Trump que Estados Unidos permanezca en el Acuerdo de París.
Resistirse al cambio siempre resulta contraproducente. No aceptar ese dogma significa que si no se asume el cambio, otros te harán el cambio. Los tres grandes bloques, Estados Unidos, China y la Unión Europea, tienen ante sí la posibilidad de liderar la revolución silenciosa que ya ha llegado y ya se han levantado voces que auguran que si Estados Unidos regresara a una economía basada en los hidrocarburos sólo va a provocar que el crecimiento económico de la primera potencia mundial se ralentice y se pierda la oportunidad de seguir manteniendo el liderazgo internacional.
En cuanto al papel que juega el gobierno español en asuntos de responsabilidad energética hay un factor sorprendente, que tiene que ver con el llamado “impuesto al sol”. El efecto fotovoltaico fue descubierto por el físico francés Alexandre-Edmond Becquerel en 1839, y las investigaciones sobre su uso llegaron a un punto crítico en 1954 cuando Laboratorios Bell descubrió, accidentalmente, la extraordinaria sensibilidad a la luz de los semiconductores de silicio con impurezas, base para la creación de los paneles solares, empleados por primera vez –para el desarrollo de la carrera espacial– en el satélite Vanguard 1, lanzado al espacio en 1958. Desde entonces la posibilidad de aprovechar la descomunal capacidad de generación energética del sol en el ámbito doméstico e industrial no ha dejado de ser investigada y puesta en práctica. El sueño de lograr, con una pequeña inversión inicial para la instalación de los paneles, captar esa energía inagotable y transformarla en electricidad no ha dejado de crecer. Sin embargo, la llegada al poder en 2011 del Partido Popular ha impedido su desarrollo en España con un real decreto que gravaba con un impuesto, conocido como “peaje de respaldo” o “impuesto al sol”, la generación de energía para el autoconsumo… y no sólo mediante paneles solares, sino también con instalaciones eólicas pequeñas o medianas.
El ministro de Industria que aplicó la medida, José Manuel Soria, afirmó que “de lo que se trata es de decir al consumidor que está muy bien el autoconsumo, pero cuando va a utilizar la red que pagamos entre todos también tiene que contribuir, porque, si no, los demás estaríamos pagando una parte del autoconsumo”, e insistía en que los autoconsumidores deben pagar los peajes de transporte y distribución “en la medida en que usa” el sistema y contribuir “como cualquier otro consumidor” a otros costes.
La trampa por la que es aplicable el real decreto se basa en que, por regla general, el consumidor que tiene instaladas placas solares para generar electricidad sigue conectado a la red, para recibir la energía suplementaria con la que seguir cubriendo sus necesidades energéticas, ya que hay días nublados o de lluvia o porque su instalación de placas no produzcan todo lo necesario.
tro aspecto fundamental sobre el que gravita el ahorro energético va más allá del mero reciclaje y tiene que ver, en cambio, con hacer desaparecer directamente los residuos. Por ejemplo, las botellas Ooho, fabricadas en Inglaterra con algas y cloruro cálcico, tan biodegradables que se pueden comer… Esto se llama “economía circular” y es el horizonte al que se dirigen empresas que quieren derribar las fronteras entre economía y ecología. La economía circular se contrapone a la tradicional economía lineal, que se ha caracterizado por la extracción constante e incesante de los recursos. En la economía circular, el objetivo es mantener los recursos el mayor tiempo posible en la tecnosfera –nombre bajo el que agrupan todos los productos creados por el ser humano desde su aparición en la Tierra, desde cualquier tipo de edificio al más simple alfiler– y estudiar el ciclo de vida de cada producto para aplicar la opción que tenga un menor impacto sobre el medio ambiente, teniendo en cuenta la toxicidad, la contribución al cambio climático o el uso del agua.
“El mejor residuo es el que no se produce –afirma Óscar Martín, consejero delegado de Ecoembes–, y conviene recordar que el 80% del impacto ecológico de un producto se decide en la fase de diseño. Por eso es tan importante avanzar en el ecodiseño y en la innovación, y respaldar a los emprendedores que están marcando el camino, e involucrar a los ciudadanos en este cambio de modelo”. Ecoembes es una organización que agrupa a diversas empresas fabricantes de envases con el objetivo de reciclar y gerionar de manera responsable los residuos. El pasado mes de mayo, Ecoembes inauguró en Logroño The Circular Lab, un centro tecnológico pionero en Europa en el que se trabajará en el desarrollo del diseño ecológico, en la creación de nuevos materiales, y en seguir apostando por una gestión responsable de los residuos e investigar sobre cómo será la ciudad del futuro.
The Circular Lab funciona también como una incubadora de proyectos que tengan como punto de partida el modelo multi-R de producción y consumo: repensar, rediseñar, reducir, reusar y reciclar. Y para favorecer este objetivo, The Circular Lab cuenta con un espacio de co-trabajo en el que se han instalado jóvenes empresas emergentes como Drónica Solutions (de Tarragona), Eficen y Adndesign (riojanas) o Recicl3r (mallorquina).
os estudios demográficos (sobre todo en lo referente a la dinámica de las poblaciones) prevé no sólo que la población mundial alcanzará los 11.000 millones de personas en 2100, sino que se estima que mucho más cerca, en 2030, el 60% de la población (estimada para dentro de apenas doce años en unos 8.500 millones de habitantes) vivirá en las ciudades, y la cifra subirá hasta el 70% en 2050. Cómo será la ciudad del futuro es una preocupación a la que se enfrentan múltiples empresas, pero los retos del futuro son inabordables en solitario. La perspectiva que, desde cada sector, pueda tenerse sobre hacia dónde vamos está condenada a mostrarse errónea sin la visión holística de la totalidad. El sector del automóvil es, precisamente, uno de los que más está cambiando y, en muchas ocasiones, sin saber exactamente sí sus previsiones serán correctas. Los fabricantes de automóviles no pueden seguir pensando exclusivamente en construir vehículos, porque la forma en la que la sociedad se relaciona con ellos está en plena transformación: no se trata sólo del vehículo eléctrico o de pila de hidrógeno. Está en cuestión la posesión del propio vehículo, y numerosos fabricantes se han lanzado ya a proyectos en los que involucran como socios a las ciudades para crear plataformas de “coche compartido”.
Con todos estos datos en mente, el fabricante japonés Nissan –quizá el que lidera la producción en masa de vehículos eléctricos– ha tejido un conglomerado de sinergias con varias empresas tecnológicas –líderes en sus campos respectivos o consideradas emergentes visionarias– para contribuir a que las ciudades del futuro imaginadas sean mucho más amables y sostenibles. Su plan “Nissan Futures” muestra lo que espera que sea la sociedad de los próximos cincuenta años: un mundo cada vez menos congestionado y, al mismo tiempo, más interconectado, más limpio y más sostenible, un mundo en el que no sea descabellado pensar en el cero absoluto de emisiones contaminantes, recuperando la búsqueda del santo grial de la energía infinita, limpia y (¿quizá?) gratis que ya anunciara, hace más de cien años, Nikola Tesla.
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Nissan ha comenzado a liderar la transición con proyectos conjuntos con empresas como el estudio de arquitectura y urbanismo Foster + Partners –del universalmente famoso arquitecto Norman Foster–, para la creación de la “gasolinera del futuro”. Gasolinera que, curiosamente, no será el edificio “gasolinera” que tenemos en la mente. Ni como punto de venta de “gasolina” –¡el futuro es eléctrico, no fósil!–, ni como “estación de servicio”: va mucho más allá, hacia un modelo completamente nuevo de urbanismo. David Nelson, socio de Norman Foster, ha afirmado que “las ciudades en las que vivimos fueron pensadas para que por ellas circularan caballos. Ahora hay que replantearse completamente cómo moverse de un sitio a otro”.
Entre los otros socios con los que trabaja Nissan se encuentra también la multinacional irlandesa Eaton –creadora de la unidad xStorage de almacenamiento doméstico de energía limpia–; y las empresas tecnológicas emergentes Pavegen –startup británica que ha desarrollado una tecnología piezoeléctrica para transformar la energía de la pisada en energía eléctrica acumulable– y Chargifi –compañía que ha patentado un sistema de recarga eléctrica inalámbrica–.
La energía se absorbería –vía solar, eólica o hidrológica– de forma renovable, y se acumularía en baterías interconectadas entre sí. La energía obtenida se guardaría en acumuladores en el hogar, en la calle, o en el coche. Unas podrían alimentar las otras. El pavimento, las farolas, los propios vehículos… Todos serían receptores y, cuando no utilicen la energía que guardan en su interior la volcarían en la red general, convirtiéndose en emisores de energía. Un círculo virtuoso infinito al que también se ha unido ENEL, la productora y distribuidora multinacional italiana –hasta 1992, ente público– de energía eléctrica y gas, quincuagésimo sexta empresa del mundo –según datos de enero de 2015– con un volumen de ventas de cerca de 76.000 millones de euros.