Por aquel entonces, casi nadie hubiera ligado la debilidad de la macroeconomía a la pertenencia a la Unión Europea. Aunque la encantadora casi siempre y, a veces irritante, idiosincrasia británica estaba muy presente, el debate sobre el europeísmo (aunque siempre latente) no era prioritario. La pretendida autosuficiencia era más una actitud que una realidad. El partido laborista conseguía una amplía mayoría de escaños frente a los conservadores en las elecciones al Parlamento Europeo. En aquel momento, había más bien claras señales de que los vínculos se estrechaban con la Europa continental, con grandes infraestructuras como el Eurotúnel ya en marcha.
Respecto a la relación con la UE, las cosas no fueron a peor en los años siguientes. Siempre se tuvo muy presente que cualquier proyecto de unión monetaria no era del interés de Londres, pero la mayor parte de los ciudadanos de las islas encontraban cierto confort en una pertenencia a la UE que no les restaba una notable independencia en múltiples ámbitos de decisión. En cierta medida, Gran Bretaña ha sido probablemente el Estado miembro más especial. Tras la entrada en la Comunidad Económica Europea en 1973, ya se planteó un referendum de pertenencia sólo dos años después, con un contundente 67% a favor de permanecer en el club.
Lo que ha ocurrido con el brexit es un desastre de hondas proporciones. Completé allí mi doctorado en los años que siguieron hasta 1993. Y veinte años después volví para ocupar una cátedra en la universidad, encontrando un país que se enfrenta al mismo cambio de paradigma económico que la mayor parte del mundo occidental. Donde la separación no es la respuesta. Pero es un tiempo en que los malos mensajes calan. Y percibo, como otros expatriados, un cierto desapego e indiferencia hacia lo que podemos contribuir allí, una absurda transferencia de culpabilidad. Una sensación que no tuve, ni tan siquiera, veinticinco años atrás.
Para cualquier economista o sociólogo responsable sería innegable señalar los abundantes beneficios que para ambas partes ha tenido la pertenencia de Reino Unido a la UE. Es curioso que sean los británicos de cierta edad los que inclinaran el resultado de las votaciones de junio de 2016 hacia la salida. Ellos han sido, orgullo aparte, quienes más han podido percibir los beneficios de la interacción.
Hasta en las cosas más simples. Aún en la década de 1980 era difícil tomarse un café decente en Gran Bretaña, aunque se dejaban ver las primeras máquinas expreso italianas, que más tarde dominarían tan ampliamente. Muchos de esos ciudadanos que ahora superan los 50 y 60 años son propietarios de segundas residencias en Francia o España. Las universidades británicas –más allá de la tradicional pujanza de Oxford y Cambridge– han mejorado su competitividad de forma considerable con la participación de numerosos científicos de otras plazas europeas.
Los beneficios comerciales no han sido menos importantes, aunque buena parte de los proponentes del brexit han utilizado datos sesgados, a veces, y completamente absurdos, en otras, para tratar de motivar que se caminaría mejor solo que acompañado. Y ahí reside parte del problema. Esos británicos en edades maduras parecen echar de menos el recuerdo de una cierta dominancia imperial y creen que la UE se la ha robado. Pero el imperio británico hace tiempo que se fue, para nunca volver. Los jóvenes lo saben y, de hecho, ese tipo de referencias grandilocuentes les repele. Han conocido los beneficios de la globalización y confían y creen en una Gran Bretaña abierta. Pero sus mayores les han cerrado, de momento, el paso con una autosuficiencia que no existe.
Santiago Carbó Valverde, Catedrático de Economía de CUNEF y director de Estudios Financieros de Funcas.