Halston fue un diseñador americano de los años 70 cuya trayectoria ha dado pie a una serie de Netflix. El caso de Halston es muy significativo de lo que estaba por venir: el paso del vestido a lo investido. El vestido es un objeto, un bien que se adquiere y que tiene una función (vestir al cuerpo que, sin él, está desnudo); lo investido es el poder que confiere a quien lo viste.
En NoDiseño explico cómo la moda (tal como la conocíamos en el siglo XX) se convirtió en una varita mágica que conectaba un producto a consumir (el vestido) con el ideario de aspiraciones y deseos colectivo (lo investido). De ahí su irresistible poder de seducción.
Para entenderlo mejor es necesario responder a una pregunta previa: ¿de qué hablamos cuando hablamos de moda? Moda es una denominación genérica que atiende al sector industrial del vestir (ya sean prendas o accesorios); pero moda es también la manifestación de una pulsión del inconsciente colectivo, de una tendencia que se expresa en lo que llamamos tendencia de estilo. En cuanto tendencia, la moda forma parte del ADN de toda manifestación cultural: el diseño en cualquiera de sus territorios, el arte en todas sus expresiones, los hábitos sociales y la propia política siguen pautas de moda. La moda transmite un je ne sais qua, una forma de hacer, de expresar un espíritu que subyace e incluso trasciende a la propia materialidad de las cosas (¿quizás L’ air du temps del que hablan los franceses, quízás el Zetgeist, o espíritu del tiempo que definía Hegel?).
Por eso siempre me ha extrañado mucho la expresión “diseñador de moda”: la moda no se diseña, es la moda la que nos hace diseñar, y nosotros, los diseñadores, cumplimos sus dictados que, cuando son aplicados a la ropa y los accesorios, se definen como moda. Es, salvando las distancias, como si a los místicos les llamáramos “diseñadores de Dios”: ellos canalizan lo que pensamos como Dios de modo que lo sentimos a nuestro alcance, al igual que los diseñadores canalizan ese espíritu del momento y lo acercan a nuestra cotidianeidad, ya sea en una camisa o en un coche. Un diseñador de algo lo es de lo que diseña: diseña una prenda, un accesorio, un vehículo o un sistema operativo; pero la moda no se diseña, sino que se manifiesta, y no se viste, sino que inviste de su poder a quien lleva su manifestación.
Halston era sombrerero en los tiempos en los que el sombrerete se había convertido en una pieza imprescindible para cada look (siempre advierto del uso de anglicismos, que en moda se hace a menudo inevitable), y se hizo famoso como autor del casquete que lució Jackie Kennedy en la investidura presidencial de su marido. Esto le proporcionó una valiosa información a la hora de entender que para tener éxito es más importante tener un gran impacto mediático que una larga experiencia o una concienzuda colección, y que para ello lo más importante es valerse de las influencers adecuadas.
Sin embargo, los tiempos cambiaron y los nuevos aires que preconizaban un cambio acuariano en las modas y los modos levantaron los sombreretes para mostrar las abultadas cabelleras a base de laca y cardado que comenzó a lucir la primera dama.
Halston tuvo la agilidad y la inteligencia de ver que se encontraba en un momento disruptor, y que tenía que resolver su trabajo atendiendo a las nuevas necesidades, en lugar de seguir aferrado a lo que sabía hacer. Supo entender que para mantenerse en el olimpo de los prescriptores, ese lugar que tanto le había agradado, tenía que desarrollar su talento para canalizar la tendencia latente (ese air du temps) y proyectarla en algo que sus clientas quisieran consumir (que ya no eran sombreros). De modo que se propuso hacer una colección de ropa. Que fue un fracaso. Pero también tuvo el coraje de no dejarse deprimir y aprender de los errores, y de persistir en su empeño. Y la habilidad de hacerse rodear de quienes le aportaran talento, medios y difusión. En menos de cinco años, ayudado por los hados de la serendipidad, estaba desfilando en Versalles compitiendo con firmas legendarias como Givenchy o Saint Laurent (también Ungaro, Cardin y Dior), en un combate entre la visión de la moda como fenómeno social y la tradición creadora de raíz artesanal.
Una fórmula imbatible: agilidad, inteligencia, coraje, habilidad. Pero le faltó una cualidad fundamental para no caer en la trampa del ego (que ciega a aquel de quien se posesiona): la humildad y su hija, la mesura. Como Napoleón, con desmesura urdió un imperio (en este caso, de licencias), y con desmesura lo perdió (desterrado de las tierras que había conquistado).
Más allá de la moraleja de la historia, el caso de Halston es un claro ejemplo del nuevo paradigma de la industria del consumo en el siglo XXI: Halston no se identificó con lo que hacía (sombreros), sino con el por qué lo hacía (canalizar la moda), y desde el “por qué” es desde donde se pueden traspasar las limitaciones materiales, pues lo que nos conecta con el usuario no es un producto, sino una visión.
Como comparte Simon Sinek (autor de la teoría del Círculo Dorado), eso es lo que veinte años más tarde convirtió a Apple en un líder de la industria, pero ¿de la industria de qué? ¿De ordenadores? ¿De reproductores de música? ¿De teléfonos? ¿De tabletas? ¿De Televisión? De la NoIndustria, quizás (de ahí NoDiseño, título del ensayo que acabo de publicar).