«Por lo menos dice lo que piensa». Siempre me ha sorprendido la ligereza con la que empleamos esta frase para, de alguna manera, tratar de justificar al maleducado. Esta sentencia acompaña habitualmente al exabrupto, al incendio, al desplante. Y se acaba ensalzando como virtud, como si la persona que midiese sus palabras fuese realmente mojigata, en vez de respetuosa.
No es sólo cuestión política, ni mucho menos, aunque sea tendencia la proliferación de los que «dicen lo que piensan». Para nada. Quienes tienen esta dudosa virtud abundan en los platós de televisión, en nuestros trabajos y, en general, en nuestro día a día. Cuando se habla de ellos terminamos ponderando entre sus valores la transparencia, la claridad e, incluso, la honestidad. «Es que Fulanito es así», concluimos muchas veces.
Acabamos destacando a quien no tiene filtro por el simple hecho de no saber comportarse. Incluso, es habitual que añadamos, repuestos de la impertinencia vertida, que preferimos a esa persona que no sabe controlarse frente a quien lo hace y, sospechamos, preferiría haber hecho lo contrario. Al final, el héroe es quien no se contuvo y todos los demás algo similar a un falso santurrón.
La paradoja, creo yo, es que quienes «dicen lo que piensan» están precisamente haciendo cualquier otra cosa, salvo pensar. Si lo hicieran, expresarían su opinión con cierto decoro. Nuestra capacidad para parar los impulsos y respirar es lo que nos convierte en seres conscientes, que piensan. Es curioso que hacer todo lo contrario merezca el mérito de ese calificativo.
Quizá fuese más justo afirmar que estos individuos «dicen lo que sienten», aunque tal vez ni siquiera eso, porque sospecho que detrás de sus afrentas hay una plena desconfianza en sus creencias, quizá no sea otra cosa que un simple complejo de inferioridad que se quiere ocultar con sonoros epitafios. Permitidme deciros lo que pienso: son simples maleducados.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.