La cuestión del liderazgo es un asunto que arranca desde la familia y la educación hasta el ámbito de la política local, nacional o incluso internacional. Posiblemente en tu casa sea la figura paterna la que elevaba el tono más a menudo, pero percibieras que era más bien tu madre la que tenía la última palabra, o viceversa. Igualmente, puede ocurrir que no valores tanto al líder político que vocifera frente a las cámaras como al que sabe expresas su posición firme pero calmadamente. En una empresa, el sistema es siempre muy similar; y ningún jefe puede llegar a ser un auténtico líder si no encarna los siguientes rasgos.
Debe ser digno de confianza.
Los buenos líderes son ante todo personas de fiar. Si afirman que van a hacer una cosa, la cumplen. Si, en algún caso, no pueden hacerlo finalmente, no tienen problema en disculparse y dan una justificación convincente. La honestidad y la confianza son ingredientes fundamentales de la integridad; y la integridad es la cualidad suprema del líder. La cuestión fundamental es confiar en uno mismo para inspirar confianza en los demás.
Debe ser responsable. Lo más seguro es que en algún momento se cometan errores; pero los buenos líderes asumen la responsabilidad de cada contratiempo y colaboran para ponerle remedio. El líder debería ser el primero en asumir la responsabilidad antes de exigírsela a su equipo, y aprende con ellos de los errores cometidos para optimizar su ejecución en el futuro.
Asume que no es un experto absoluto. La mayoría cree que, a medida que madura como gestor, se convierte en un experto, un conocedor de todas las situaciones y estrategias a seguir. Por el contrario, los buenos líderes entienden que las preguntas son más potentes que las respuestas; y es difícil plantear las cuestiones adecuadas cuando se cree conocer la solución a todas ellas. Preguntas sencillas, como “¿Cuál es el resultado que necesitamos?” y “¿Qué se interpone en nuestro camino para conseguirlo?” pueden suponer la diferencia entre ser un líder y ser un sargento.