Hoy está en la capital porque la Fundación Garrigues y la Fundación Fide lo han traído para que imparta unas conferencias, y no se sale en ningún momento del perfil templado, modesto y casi neutro que le gusta cultivar (rara vez acepta preguntas personales). Sus palabras, con un vago sabor a dulce melancolía, resbalan sin esfuerzo y sin prisa de su boca, como si fueran la continuación de un viejo monólogo interior que recapitula una vida extraordinaria.
La ciencia, en su caso, no es una profesión sino una vocación que le permite contemplar el mundo y mirarse, con curiosidad, al otro lado del espejo. Cree que la ciencia nunca nos permitirá comprender la naturaleza humana ni desafiar a la muerte. Es su forma de decir que, exista o no exista Dios, el ser humano y su corazón de luces y tinieblas son y seguirán siendo un misterio. No es extraño que ame el arte y la poesía.
¿Cuándo dejó a Dios por los tubos del laboratorio?
Mi familia era muy religiosa y yo, aunque tenía mis dudas, entré con dieciséis años en la orden de los dominicos, que me permitió estudiar Filosofía y Teología. Antes, con doce años, ya había descubierto la ciencia gracias a un profesor del colegio y me había quedado fascinado con la idea de que se pudieran hacer afirmaciones que luego se podían comprobar con experimentos. Por eso, al mismo tiempo que estudiaba Teología en Salamanca, me matriculé en Físicas por libre en Madrid; es decir, sin la necesidad de ir a clase. Cada vez tenía más dudas sobre las verdades religiosas y, tras terminar Teología, decidí colgar los hábitos. Mis superiores me pidieron que me lo pensara y me lo pensé, pero años después tomé la decisión definitiva y me casé con mi mujer.
Pero no colgó los hábitos hasta que vivió la experiencia bohemia del Greenwich Village a principios de los sesenta.
Cursé mi doctorado en la Universidad de Columbia: era el único extranjero, el único religioso –todavía llevaba mi alzacuellos– y mis compañeros eran casi todos judíos. Como eran unos nerds de la ciencia, me convertí un poco en su líder; les llevaba a conciertos de música, recitales de poesía, esas cosas. Acorté los plazos del doctorado y el máster de cuatro a dos años para volver cuanto antes a España. Aquí el panorama científico era deprimente; mis tutores en Nueva York me invitaron a que me quedase, así que empecé a trabajar como profesor en la Universidad Rockefeller.
Y dejó la manzana del paraíso cristiano poco antes de dejar también la Gran Manzana de Nueva York…
Conservé los valores cristianos, que me parecen muy importantes, y las relaciones con los dominicos, pero ya no tenía fe. En Nueva York, empecé a salir con mujeres en el poco tiempo que tenía, me casé con una y… con nuestro primer hijo siendo muy pequeño y el segundo en camino, decidimos que Manhattan no era lugar para ellos. Decidimos marcharnos entonces a Davis, un pueblecito rodeado de jardines donde todo el mundo iba en bicicleta y donde acababan de abrir la nueva sucursal de la Universidad de California. Allí creamos un laboratorio de alto nivel.
Estuvo inmerso en el debate, investigación y, en parte, decepcionante conclusión de la descodificación del genoma humano.
Sí, así es. El Gobierno estadounidense nos consultó a la Academia Nacional de Ciencias –yo era entonces el presidente del Comité de Biología– y recomendamos que se llevara a cabo la investigación. Era interesantísima pero las expectativas de algunos me parecían absurdas: nunca sabríamos identificar y explicar a un ser humano únicamente por sus genes. Aquello era conceptual y filosóficamente ingenuo, porque la naturaleza humana es mucho más compleja y porque, al descodificar el genoma, sólo aprenderíamos a distinguir las letras de un lenguaje que no entendemos y cuya información es extensísima.
Foto: Nani Gutiérrez
¿Qué es la muerte para un hombre de ciencia que ha sido religioso y que ha superado los ochenta años?
La muerte es parte del proceso natural de la vida, que sencillamente termina. No es algo ni malo ni bueno. Nunca respondo a estas preguntas, pero debo decir que no lo creía hace años y ahora… tampoco. De todos modos, cuando estaba en el colegio la esperanza de vida era de unos 65 años y yo tengo casi 83. Además, las probabilidades de morir a partir de los setenta años son constantes cada año que pasa. Lo dicen los estudios.
Algunas empresas en Silicon Valley anuncian la posibilidad futura de la inmortalidad gracias a la integración entre el hombre y la máquina. ¿Se lo cree?
Son exageraciones sin fundamento serio: yo soy mucho más que unas cuantas partes de mi cerebro conservadas en una máquina. Silicon Valley mejora la vida gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, pero no la esperanza de vida. Esto me recuerda mucho a las exageraciones que existían sobre la descodificación del genoma.
Otro elemento que puede ser inquietante para un evolucionista es que la selección natural cada vez opera menos a la hora de elegir a la pareja o tener hijos: las técnicas artificiales de reproducción y los vientres de alquiler han truncado en parte el poder de esa selección. Es cuestión de dinero.
La evolución biológica sigue y lo hace a un ritmo superior al del pasado pero, aun así, es relativamente insignificante a nuestros ojos. ¿Por qué? Porque ahora más que adaptarnos al medio cambiando nuestros genes, adaptamos el medio a las necesidades que tienen nuestros genes. Viajamos, gracias a los barcos, por los mares y los ríos mejor que ningún pez sin desarrollar aletas ni agallas; volamos mejor que ningún pájaro sin necesidad de que nos salgan alas y plumas porque hemos inventado los aviones. La evolución cultural es más determinante que la evolución biológica.
¿Y qué hay de la evolución y el tratamiento de la ciencia en España?
España y su Gobierno no respetan la ciencia suficientemente, y la educación tampoco. El país invierte muy poco en ciencia como porcentaje del PIB y la inversión privada es mucho menor que la que existe, por ejemplo, en EE UU. El sistema universitario español, con sus oposiciones, está muy anquilosado; los profesores quieren quedarse en la región donde nacieron y vivieron, y hacen la vida difícil a los investigadores que llegan. España, en consecuencia, se está desangrando y perdiendo talento intelectual y científico. El sistema universitario tiene que cambiar.