En su origen inglés, la expresión referida a los lugares en los que se aplica un régimen tributario especialmente favorable a aquellas empresas y personas que no residen allí es tax haven, literalmente en español ‘refugio fiscal’. Pero a los galos se les fue el santo al cielo y confundieron la palabra original haven (refugio) con heaven (cielo, paraíso), lo que derivó en la expresión francesa paradis fiscal. El equívoco quedaba consumado para la posteridad al tiempo que el invento financiero empezó a extender sus tentáculos por todos los rincones más insospechados del planeta.
Volviendo a los orígenes históricos de estos peculiares enclaves, algunos estudiosos se remontan incluso a la floreciente actividad bucanera y pirata de los siglos XVII y XVIII para dotar de argumentos de peso la proliferación actual de estos paraísos opacos diseminados por las múltiples islas del Caribe. Pero probablemente fue el año 1957 la fecha más decisiva para su germinación, precisamente cuando se promulgaron una batería de leyes británicas que favorecieron la aparición de territorios offshore, de nula tributación fuera de sus costas, tanto en sus islas más próximas a la metrópoli, las denominadas Islas del Canal, como en las que por entonces estaban bajo su jurisdicción en el Caribe.
Quizá por ello la horquilla temporal más fidedigna del origen y proliferación de los paraísos fiscales es la década de 1960, en pleno proceso descolonizador y de reindustrialización de las grandes potencias después de la II Guerra Mundial.
Algunos países decidieron diseñar sistemas fiscales atractivos para el capital extranjero, y los pusieron en marcha sin tener en cuenta los más elementales límites jurídicos y fiscales que sí cumplen la mayoría de los Estados del planeta. Antes de la gran contienda mundial, Suiza y Liechtenstein abrieron el camino. El férreo secreto bancario impuesto por el país helvético en 1934 sirvió para dar buen cobijo al ingente capital que los judíos sacaron de la Alemania nazi.
Se antoja una tarea titánica concretar cuánto dinero se oculta en estos países diseminados por medio mundo, muchos de ellos ubicados en exóticos enclaves geográficos, pero algunos estudios elevan a 32 billones de dólares la cantidad aproximada que da esquinazo a las tributaciones a las haciendas nacionales y se pone a la sombra protectora de los paraísos fiscales en busca de la mejor rentabilidad posible para sus esquivos propietarios. O lo que es lo mismo: una tercera parte de la riqueza mundial escapa a la recaudación estatal.
Las razones que llevaron en su momento a estos países a dotarse de una fiscalidad especial y sui generis son tan variadas como sorprendentes. Así, por ejemplo, algunos pequeños Estados que fueron antiguas colonias de potencias mundiales aseguran que esta modalidad es ‘una más’ a través de las que obtener recursos. Y punto. Otros países como Holanda, Luxemburgo, Suiza o Isla de Man, por ejemplo, buscan competitividad fiscal. Y un último grupo, al que pertenecen entre otros Costa Rica, Hong Kong o Panamá, enarbolan el principio de territorialidad para fomentar la opacidad fiscal de sus economías.
En la actualidad se da la paradoja de que los grandes Estados que facilitaron o permitieron con su pasividad el crecimiento y desarrollo de estos sistemas de escasa tributación ven ahora como una seria amenaza el poder adquirido por estos pequeños países, que con el amparo que otorgan a grandes fortunas del planeta desestabilizan las economías nacionales de países industrializados. Ningún paraíso fiscal de los aún existentes ha podido evitar una notable evolución legislativa menos opaca, económicamente hablando, hacia Estados con leyes más rígidas y determinados tipos de controles tributarios. Esto se ha debido sobre todo a la presión que han ejercido las grandes potencias ante los perjuicios a que se veían sometidas sus economías por la proliferación de estos paraísos.
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Si difícil es concretar un origen histórico al fenómeno, no menos lo es acordar una definición unitaria de paraíso fiscal. Una acepción aséptica que se aproxima bastante sería la que se aporta desde la Agencia Tributaria española: “Son territorios de baja o nula tributación que, mediante normas específicas internas, garantizan la opacidad de las transacciones, con la ausencia absoluta de registros, formalidades y controles”. La todopoderosa Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) añade otra definición más contundente: “Instrumento de competencia fiscal perjudicial”.
En definitiva, los paraísos fiscales en general poseen cuatro grandes características que los agrupan estén o no en el listado oficial de los gobiernos. En primer lugar, su fiscalidad es nula o muy reducida. En ellos no se grava toda fuente de riqueza, como pasa en España con el IRPF, ni tampoco el consumo con el IVA. En estos territorios la carga fiscal de los ciudadanos o empresas es prácticamente inexistente. En segundo lugar, las normativas financieras son muy flexibles y puede existir tanto el famoso secreto bancario, creado por Suiza en 1934, como una regularización bancaria laxa, a la que históricamente se han acogido las entidades financieras españolas para la emisión de ciertas obligaciones gracias a las facilidades que les ofrecían estos enclaves a la hora de instrumentarlas.
Una tercera característica de los paraísos es que el sistema regulatorio es de carácter dual, todo ello con el fin de favorecer y atraer la inversión extranjera. Por eso en un mismo territorio pueden convivir regímenes fiscales contrapuestos según la nacionalidad del evasor.
Finalmente, en ellos se lleva a rajatabla la negativa al intercambio de información tributaria de cualquier tipo con otros países. Hasta tal punto es así que en algunos de estos paraísos los datos personales de propietarios o accionistas de empresas no figuran en los registros públicos o se permite sin más el empleo de testaferros.
¿Cómo funciona un paraíso fiscal?
Las grandes empresas del mundo que deciden buscar la protección de los paraísos fiscales para su capital intentan mejorar su competitividad a costa de no pasar por el siempre duro trance de cotizar en el país de origen de la actividad empresarial. Para ello, la creación de una o varias sociedades holding es una condición indispensable. Así eluden cualquier tipo de imposición cuando los dividendos generados van a parar a las arcas del paraíso fiscal de turno, para desde aquí nutrir las necesidades de la matriz a conveniencia y sin que Hacienda les tosa en el cogote. Es el modelo estándar elegido por infinidad de grandes empresas de todo el planeta para abrir nuevas vías de financiación.
También los particulares hallan en estos paraísos el lugar idóneo para eludir la acción del fisco. Su dinero queda a buen recaudo gracias a la opacidad informativa que garantizan sus leyes y también al todopoderoso secreto bancario, que cada vez en más ocasiones debe ser vulnerado legalmente para rendir cuentas ante los requerimientos judiciales de los países afectados. Se utiliza la fórmula de las sociedades offshore, una variante exprés que permite constituir una nueva entidad en apenas dos días de plazo, por un precio no superior a los 150 euros, con mínimos requisitos obligatorios y preservando en todo momento la confidencialidad de su entramado financiero.
Una forma de comprobar la versatilidad y variedad de paraísos fiscales desperdigados por el mundo es hacer un poco de historia y recorrer los condicionantes legales en la actualidad de casos concretos, como por ejemplo el clásico ejemplo de Suiza, la pintoresca contribución al fenómeno de las Islas Caimán y la curiosa aportación del estado de Delaware, el favorito con diferencia de las empresas del Ibex 35 española. Empecemos por este último.
Delaware. No llega al millón de habitantes, es el segundo estado más pequeño geográficamente hablando de los 50 de la Unión, sólo por detrás de Rhode Island. ¿Cómo un territorio tan pequeño puede convertirse en un centro financiero a nivel planetario? Muy sencillo. Sus leyes permiten una exención de impuestos para sociedades limitadas en manos de extranjeros no residentes, bajo la única condición de que no operen dentro del Estado. Las filiales de los holdings empresariales están exentas de impuestos, por lo que las corporaciones establecen su sede central en Delaware y sus filiales operativas en otros estados. El 58% de las 500 empresas más importantes del mundo han establecido su sede en este minúsculo estado de EE UU. A nivel español, resulta llamativo que una de cada cuatro sociedades creadas por las empresas que cotizan en el Ibex 35 tenga aquí su sede social. La cifra se ha duplicado en los últimos dos años. Y continúa creciendo. Sin duda, Delaware está de moda. El décimo análisis publicado por el Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa revela que 33 de las 35 compañías que cotizan en el selectivo español tienen empresas domiciliadas en territorios off shore.
Para hacernos una idea del empuje de Delaware a nivel internacional en el mundo de los paraísos fiscales, de las 437 compañías que los miembros del Ibex tienen radicadas en 2014 en alguna zona considerada paraíso fiscal por las leyes españolas o la OCDE, 115 tienen domicilio social en este minúsculo Estado. Muchas, si tenemos en cuenta que en Irlanda poseen 29 registradas, en Suiza 24, en Holanda 85 entidades y en Luxemburgo 30, por ejemplo. Esta cifra dobla prácticamente las 61 que el Ibex registró en Delaware en 2010 y casi triplica las 41 de 2009.
Y una curiosidad más: de las citadas 115 sociedades, tres de cada cuatro comparten dos direcciones postales en una pequeña ciudad, Wilmington, de apenas 70.000 habitantes. Para los más curiosos, las direcciones postales son: 1209 Orange Street y 2711 Centreville Road Suite 400. En una de ellas concretamente han asentado sus filiales grandes grupos empresariales como Santander, ACS, BBVA, Repsol, Iberdrola, Abengoa y OHL.
Islas Caimán. La ex colonia británica está en el top ten de los mayores centros financieros por depósitos pese a tener una población de apenas 55.000 habitantes, con un PIB anual de casi dos billones de dólares. Esto es así porque ofrece una amplia variedad de ventajas fiscales y legislativas para los no residentes que inviertan su dinero aquí. Actualmente operan en este enclave paradisíaco del Caribe medio millar de entidades financieras.
El origen de su leyenda se remonta a 1788, cuando diez barcos que regresaban a Gran Bretaña procedentes de Jamaica naufragaron en las costas de la isla mayor y fueron acogidos por los nativos. El rey Jorge III del Reino Unido eximió a la colonia del pago de tributos gracias a esta acción, una pintoresca situación que se mantiene hasta la fecha.
Suiza. Ya no es lo que era desde que en 2009 el todopoderoso G-20 presionó a la Confederación Helvética para que depusiera el hermetismo de su sacrosanto secreto bancario, una de sus señas de identidad históricas. La OCDE la sacó de su temida lista negra después de que los países más poderosos del mundo declarasen la guerra a los centros financieros opacos en la cumbre de Londres de ese año. Esto tuvo un efecto inmediato y en cadena para muchos paraísos fiscales, que salieron en tromba del listado gracias a acuerdos de colaboración con otros países. Este pequeño país alpino rechazó en referéndum adherirse a Naciones Unidas y a la Unión Europea, y sólo mediante consulta popular se podría echar abajo el férreo secreto bancario que le caracteriza desde 1934. Hasta hace una década, el 39% de los fondos offshore propiedad de residentes en la Unión Europea tenían como destino Suiza. La dura competencia de otros centros financieros ha provocado que pierda fuerza, pasando del 50% del negocio de banca privada al 25% actual.
A nivel político, el ejecutivo suizo viene introduciendo diferentes leyes y medidas desde hace años que compatibilizan su agresiva actividad bancaria con la de los países de la Unión Europea, que persiguen claramente el blanqueo de dinero producto de actividades delictivas. A pesar de todo, aquellos países y entidades que reclamen fondos suizos deben probar que el sospechoso cometió un delito a los ojos de las leyes helvéticas.
Aun así, las reticencias iniciales de los banqueros suizos siguen siendo elevadas y proporcionan información a cuentagotas a las autoridades judiciales. Sólo acceden a abrir de par en par las ventanas cuando los clientes han sido formalmente acusados de cargos criminales que también son delito en Suiza. Pese a todo, los bancos suizos nunca cooperarán en investigaciones de autoridades extranjeras por evasión de impuestos, pero sí en casos de fraude fiscal. Tanto es así que cuando una jurisdicción cualquiera reclama a Suiza el levantamiento del secreto bancario, debe demostrar que esta vulneración legal se está produciendo en su territorio.