Tendrá que averiguarlo usted mismo”, respondió el detenido cuando el juez le pidió que le descifrase aquella críptica nota de papel que le acababa de entregar. Llevaba varias semanas en prisión, a la espera de que se celebrase el juicio. No había dicho una sola palabra desde su detención. Y entonces, aquel día le dijo al director del centro penitenciario que estaba dispuesto a sentarse con el juez y a contar cómo lo había planeado todo. Así que lo esposaron y lo trasladaron al Palacio de Justicia. Y una vez ante el magistrado, empezó a desgranar algunos detalles de la operación, aunque la mayoría intrascendentes o ya conocidos.
Cuando el juez le pidió que fuese al grano, el detenido le entregó aquella hoja de papel. Con el abogado de oficio sentado en una silla ante la mesa escritorio y dos policías apostados en la puerta, el juez cruzaba la habitación de un lado a otro buscando posibles soluciones a aquellas enigmáticas líneas. Cansado, volvió a su sillón junto a una ventana, por la que se filtraba el sol del mediodía iluminando la sala, y anunció al detenido que su paciencia se había agotado. Quería respuestas y las quería ya. Aparentemente derrotado, el reo resopló, se puso en pie y avanzó hasta colocarse junto al juez para explicarle dónde estaba el secreto. Y estaba en la ventana que tenía a su espalda.
El gesto puro de la incredulidad. Seguramente sería eso lo que debieron reflejar los rostros del juez, del abogado y de los policías asomados a aquel ventanal hecho añicos del despacho. Ante ellos, alejándose de ‘paquete’ en una moto a toda velocidad, el prófugo Albert Spaggiari se volvía para hacerles un corte de mangas. Apenas unos segundos le había llevado abrir la ventana, saltar sobre un coche y subir a continuación a la moto en marcha que le estaba esperando. El hombre que había ideado, dirigido y ejecutado el mayor golpe a un banco jamás realizado protagonizaba ahora aquella huida tan simple, en apariencia, como efectiva. Nunca más volvería conocerse su paradero. La fuga perfecta tras un golpe perfecto.
Un veterano de la OAS
Albert Spaggiari, Bert para sus compinches, había crecido en Hyères, donde su madre tenía una tienda de lencería. Poco aplicado en los estudios, a los 18 años se enroló en los boinas rojas, los paracaidistas coloniales de la Legión Extranjera, y fue a luchar a la guerra de Indochina. Algunos años después de su regreso, y habiendo demostrado ya su personalidad inquieta, ingresó en las filas de la organización terrorista OAS para luchar por la Argelia francesa. Según él mismo reconocería años después, habría que creer que Spaggiari había servido de inspiración a Frederick Forsyth para la creación de su legendario personaje de la novela Chacal, pues aseguraba haber tenido a De Gaulle en el punto de mira de su rifle en la primavera de 1961, pero en el último momento recibiría la orden de no apretar el gatillo. Es una de las muchas anécdotas, a medio camino entre la realidad y la fantasía, que el propio protagonista de esta historia se encargó de popularizar para hacer aún más fascinante al personaje que había logrado crear de sí mismo.
Empuñase o no aquel rifle, los días de militancia en la organización de Jean-Jacques Susini y Raoul Susini supusieron para Albert Spaggiari tres años de cárcel tras ser encontrado culpable de los delitos de propaganda subversiva y tenencia de armas. Y todo parecía indicar que aquel paso por prisión terminó por templar su carácter. Con Argelia perdida y sin más causas a la vista por las que combatir, decidió instalarse en Niza y montar un estudio de fotografía. Las cosas marcharon bien. Disfrutaba de la vida hasta donde su modesto sueldo se lo permitía, aunque se pavoneaba por la costa como un verdadero dandy. Siempre vestía traje y corbata, gafas de sol Ray-Ban y mordisqueaba un puro. Y sonreía, siempre sonreía. Todo un Jean-Paul Belmondo. Pero no dejaba atrás a pesar de todo sus días de militancia. Solía pasar muchas tardes en reuniones con antiguos camaradas de armas, incluso había bautizado su casa con el nombre Les Oies Sauvages, en referencia a la vieja canción empleada por los mercenarios como himno en los años sesenta.
La hora del despertador
Durante unos años su vida pareció condenada a aquella apacible rutina, hasta que un día, una simple noticia en el periódico lo cambió todo. Era un artículo que hablaba de la red de alcantarillado de la ciudad de Niza. Cuando Spaggiari cayó en la cuenta de que uno de los túneles pasaba por debajo de la sede de uno de los bancos más importantes del país, la Societe Generalé, la idea de hacerse con aquel botín ya no le permitiría pensar en otra cosa. Tras las primeras indagaciones, comprobó que la cloaca transcurría justo por debajo de la cámara acorazada, y aquello no hizo sino agitar aún más su adrenalina. No obstante, no se dejó llevar por el entusiasmo. Ante la importancia del botín, no tanto por el dinero como por las cientos de cajas de seguridad allí reunidas, era de suponer que el lugar estaría protegido por alarmas de detección sísmica o acústica. Para comprobarlo, Spaggiari alquiló una de las cajas y guardó dentro un aparatoso reloj despertador que programó para que sonara a medianoche. Y no sucedió nada. A la vista de las titánicas dimensiones de la habitación acorazada, nadie había visto la necesidad de instalar alarmas en su interior. Y efectivamente tanto la puerta de 20 toneladas de acero como las paredes de 30 centímetros de hormigón armado resultaban inexpugnables. Pero nadie había pensado en la posibilidad de que entrasen por el suelo.
Después de algún tiempo trazando el plan, lo presentó a los capos de la mafia local en busca de su colaboración, pero el proyecto les parecía tan absurdo e irrealizable que despidieron a Spaggiari con una palmada en la espalda y una sonrisa de incredulidad. Entonces, como si de una película se tratase, Bert comenzó a reunir su propio equipo, la mayoría antiguos compañeros de armas, ex miembros de la OAS y algún elemento de la mafia corso-marsellesa. Y tras los preparativos de rigor, se lanzaron a la aventura. Pasaron más de dos meses excavando el túnel, mientras respetaban una férrea disciplina para evitar conflictos ante la difíciles condiciones (horarios de trabajo y descanso rigurosos, nada de alcohol…), y se hacían pasar por trabajadores de obras públicas para desviar las sospechas. Avanzaban una media de unos 15 centímetros diarios. El túnel tuvo algo más de ocho metros de largo.
El gran banquete
Todo estaba programado para el puente del Día de la Bastilla de aquel año 1976, del viernes 17 al domingo 19 de julio. La última jornada, sin posibilidad ya de retrasos, tuvieron que abrirse camino a pico y pala a lo largo de 16 horas sin descanso hasta llegar a la cámara. El resto fue fácil. Tenían tres días por delante.
Abrieron alrededor de 400 cajas de seguridad, encontrando desde joyas y bonos a fotografías pornográficas de miembros destacados de la sociedad de Niza, con las que empapelaron las paredes de la cámara. Tras inspeccionar las primeras cajas, Spaggiari dio una directriz: no debían tocar nada de las que contuvieran menos de 30.000 dólares. Estaban todos tan eufóricos que Bert incluso encargó a uno de sus hombres que fuese a comprar vino y algunos manjares de comer. Organizaron todo un festín.
Abandonaron la cámara en la madrugada del lunes, llevándose consigo entre 18 y 20 millones de dólares y dejando un escrito sobre el muro de hormigón que ayudaría a alimentar la leyenda del golpe: Ni armes, ni violence et sans haine (Ni armas, ni violencia y sin odio); además de todas las sobras y desperdicios del gran banquete de celebración.
El robo conmocionó a todo el país, por lo ingenioso de su ejecución, por la cuantía sustraída así como el desafío a las autoridades que parecía evidenciar aquella sentencia final. Entre los ciudadanos, por otro lado, gustó ese gesto de que dejaran intactas las cajas menos valiosas y pusieran en ridículo a algunos peces gordos. La conclusión de todo aquello fue que la Policía recibió fuertes presiones para atrapar cuanto antes a cualquier precio a los responsables del robo.
Irónicamente fue un arranque de celos lo que desencadenó las detenciones. La novia de uno de los asaltantes, sospechando que éste le era infiel por sus continuas ausencias (en los días en los que andaba trabajando en el túnel), comenzó a hablar más de la cuenta con unos y otros y los agentes que pateaban los barrios bajos consiguieron hilar cabos. Una vez detenido él, sus compañeros fueron cayendo uno tras otro. Hasta llegar a Albert Spaggiari.
El hombre de Pinochet
Cuando el antiguo Boina Roja hizo añicos la ventana del despacho del juez para emprender su huida, sumó varios tantos a su ya considerable leyenda. Se daba a la fuga sin provocar un rasguño a nadie, como tampoco hizo en el banco. Y pocos días después, un hombre anónimo contactó con la prensa para mostrar un giro postal por 700 dólares que había recibido de Spaggiari: “Por los desperfectos”. El individuo era el dueño del coche sobre el que había saltado el prófugo antes de caer al suelo y subir a la moto que lo llevaría lejos.
En los años siguientes muchos comenzaron a hablar de Albert Spaggiari como de un Robin Hood moderno. Cada cierto tiempo algún periódico publicaba una noticia poco contrastada sobre su último paradero o su más reciente acción benéfica a costa de algún rico. El misterio se saldó parcialmente en 1979 cuando el ladrón llegó a un acuerdo secreto con una editorial para publicar su libro autobiográfico, El gran robo de Niza, en el que aseguraba que la mayor parte del botín lo había donado “a gente oprimida de Yugoslavia, Italia y Portugal”.
Spaggiari nunca sería atrapado, e incluso se permitía desafiar a las autoridades. En al menos dos ocasiones concedió entrevistas televisivas que grabó en el propio suelo francés. Aunque son diversos los rumores posteriores a aquel año 1979, los únicos hechos con base documental proceden de un documento desclasificado por la CIA en el año 2000, que apunta a que Spaggiari pasó el resto de su vida entre Chile y Argentina, llegando a trabajar para el servicio secreto de Pinochet, la DINA.
En 1989 la prensa francesa informó de la muerte de Albert Spaggiari, como consecuencia de un cáncer de garganta. Al principio se dijo que había fallecido el 10 de junio en casa de su madre, en Francia, y posteriormente se informó de que podría haber ocurrido dos días antes, en compañía de Audi, su mujer, y que ésta lo habría trasladado en secreto hasta suelo francés. Un enigma más que añadir a su leyenda.