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El estafador que vendió la Torre Eiffel dos veces

Tenía un rostro vulgar, tosco, pero su aspecto cuidado y sus maneras refinadas eran suficientes para convencer. Hablaba inglés, alemán, francés e italiano y tenía una cultura exquisita. No en vano pertenecía a la nobleza europea. Era el joven conde Von Lustig, del Imperio Austrohúngaro, un personaje que acabó haciéndose popular en los trasatlánticos que recorrían la costa europea a comienzos del siglo XX. A bordo de ellos jugaba al póquer y al bridge con los nuevos ricos estadounidenses. A veces les ganaba y otras se dejaba ganar. Los invitaba a cenar y a champán, agasajaba a sus mujeres hasta donde lo permitían las buenas maneras y, sólo al final del viaje, cuando se había ganado su confianza, los desplumaba.

Entonces, el conde Von Lustig desaparecía por una temporada y Victor Lustig volvía a recobrar su vida, la del estafador más famoso del siglo XX.

INCAUTOS EN EL MAR

Nació el 4 de enero de 1890 en Hostinne, en la actual República Checa, hijo del alcalde de la misma localidad. Su padre lo envió a estudiar a Alemania y a Francia sin reparar en gastos, aunque el joven Lustig prefirió aprovechar esos fondos para
reforzar su formación más allá de las aulas. No tardó en descubrir que el lujo y las mujeres eran un buen plan para pasar el resto de su vida, aunque también peligroso: ya a los 19 años sufrió la primera consecuencia de su apuesta hedonista cuando un novio celoso lo marcó para siempre cortándole la mejilla con una navaja. Como ocurre con las mejores leyendas, existen varias versiones para cada uno de los episodios de su vida.

Algunas varían en pequeños detalles y otras zozobran entre la crónica épica y la narración más realista. Pero nunca vulgar. Sean cuantas sean las versiones consultadas, la conclusión a la que se llega siempre es que Lustig fue un maestro en el campo de la estafa. Hasta una veintena de apodos pueden rastrearse de él a lo largo de su carrera, y hay constancia de al menos 45 arrestos, aunque casi siempre se las arreglaba no sólo para quedar en libertad sino para ser incluso compensado por las molestias.

LOS BONOS

Kansas, 1924. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, los cruceros europeos se suspendieron y Victor Lustig ve en EE UU una tierra más próspera para poner en marcha sus argucias. Allí conoce a Nicky Arnstein, un artista vividor y también estafador (al que dio vida Omar Shariff en la película Funny Girl) que refina las formas de Lustig convirtiéndolo en un profesional del timo aún más temible.

Junto a Arnstein, a lo largo de varios golpes que perpetran juntos, Lustig acaba con un par de bonos auténticos de 25.000 dólares cada uno. Pero, ¿por qué gastarlos si podía emplearlos como gancho para conseguir más dinero aún? Así es como el conde Von Lustig vuelve a cobrar vida, y con su aristocrático y un punto decadente porte europeo, se presenta en un banco de Kansas.

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Se sienta con el director, deja sobre la mesa esos 50.000 dólares y le cuenta a continuación las penalidades que le han obligado a abandonar su tierra natal, Austria, y a reducir a aquellos dos bonos todas sus propiedades.

Su intención con ese dinero, le cuenta al banquero, es instalarse en la zona; invertir en tierras, abrir un negocio, etc. Para ello, necesita cambiar los documentos por efectivo a la mayor brevedad. Tras las comprobaciones de rigor, el director no sólo da su conformidad sino que, sin necesidad de más avales, accede a otorgar también al noble un crédito de 10.000 dólares. Es entonces, con ese dinero en el bolsillo, cuando Lustig pone en práctica sus habilidades para cambiar los bonos reales por unas falsificaciones, para salir a continuación del banco sin intención de volver a aparecer por allí.

Cuando el banco se da cuenta de la maniobra, denuncia el hecho inmediatamente a la policía y contrata los servicios de un detective privado. Será éste quien siga la pista de Lustig hasta Nueva York, donde no hace esfuerzos por ocultarse: allí se dedica, simplemente, a disfrutar de la vida. Es detenido de inmediato, pero en el viaje en tren a Missouri, acompañado por el detective y por el director del banco, el timador anima a éste replantearse su denuncia. Durante el juicio, le advierte Lustig, no dudará en poner de manifiesto lo fácil que le resultó engañar los protocolos de seguridad del banco y al propio responsable de la entidad, y lanzará a los clientes de la misma una seria advertencia sobre el peligro que corren sus ahorros en un banco como aquél. Tras pensarlo con calma, el director termina por retirar la denuncia, y Lustig queda en libertad. Pero no contento con eso,
el timador, haciendo gala de un más que ácido sentido del humor, lamenta las molestias que ha sufrido y exige 1.000 dólares en compensación, a no ser que el director quiera que filtre a la prensa toda la historia. Finalmente, el banquero acepta. Otras fuentes refieren esta historia alrededor de unas acciones por valor de 22.000 dólares pero, fuera cual fuera el cebo, la conclusión es que Lustig se hizo con la presa.

AL CAPONE
Fue en aquellos días de la Ley Seca en EE UU cuando Victor Lustig conoció a otro criminal legendario, Al Capone, uno de los hampones más temidos a los que el europeo no dudó en desafiar.

En cierto modo este episodio pone de manifiesto el carácter de Lustig, un hombre que llevaba a cabo muchos de sus golpes por el simple placer de disfrutar del planteamiento y ejecución del mismo, más allá de los propios beneficios. Pues si bien en su juventud no reparaba en placeres, ese hedonismo fue mermando con el paso de los años hasta presentarse como un hombre de aspecto y costumbres vulgares pero mente brillante. En el caso de Capone, no era difícil que Lustig pensara que el mayor desafío era sobrevivir a una sospecha de traición, pues no pocos hombres habían puesto fi n a su vida tras intentar jugársela al rey de Chicago. Así que el europeo se presentó ante Cara Cortada y le pidió 50.000 dólares como fondos para una supuesta estafa que estaba preparando. A cambio, en un par de meses recibiría el doble de esa cantidad.

Capone le dejó el dinero no sin antes recordarle las consecuencias de no cumplir su palabra. Lustig se mostró tranquilo y confiado. Lógico por otra parte, pues lo que pensaba hacer con el dinero no conllevaba ningún riesgo: lo metió en la caja de seguridad de un banco durante sesenta días. Pasado el plazo, Lustig se presentó de nuevo ante Capone, le explicó que el golpe había salido mal, pero allí tenía su dinero intacto.

Aquella honestidad sorprendió al mafioso hasta el extremo de que decidió darle a Lustig un cinco por ciento del dinero y lo animó a que volviese a él si necesitaba otro favor. Con aquellos 5.000 dólares en el bolsillo y la satisfacción de haber timado a Al Capone, Victor Lustig se marchó de Chicago para embarcarse de regreso a Europa.

CHATARRA

En 1925 Lustig estaba establecido en París, liderando una banda de su confianza en diversos golpes de poca monta. Entonces leyó una noticia en la prensa local que hablaba sobre los problemas que suponía para la ciudad el mantenimiento de la Torre Eiffel, con unos gastos excesivos para las arcas públicas. Atento siempre a todos los indicios que pudiesen conducir a una estafa, Victor Lustig se dispuso a perpetrar el timo más extraordinario jamás concebido: vender la Torre Eiffel.

Hollywood ha representado su estrategia en infinidad de películas, pero seguro que ninguna resulta tan convincente como ocurrió en realidad. Esta vez el estafador dejó descansar a su conde y preparó una falsa identidad como funcionario público designado como responsable de la gestión de la magnífica torre. Después, empleando nombres y sellos oficiales falsos, reservó billetes de tren y habitaciones en uno de los establecimientos más prestigiosos de la ciudad, el Hotel Crillon. Con aquel escenario montado no le resultó difícil que seis de los empresarios metalúrgicos y distribuidores de chatarra más importantes de Europa acudieran a una reunión cuyo tema sólo se revelaría durantela misma. Los seis picaron.

Tras agasajarlos debidamente durante su estancia en la ciudad, Lustig les explicó los problemas que atravesaba la ciudad con la Torre Eiffel, apoyando su exposición con recortes de prensa reales e informes de viabilidad ficticios. La conclusión de aquel drama era evidente: el ayuntamiento parisino necesitaba deshacerse de su mayor monumento y había decidido venderlo como chatarra y a precio de saldo. Y de entre aquellos seis presentes saldría el afortunado que se haría con el gran negocio. Como buen profesional de la estafa, Lustig no les presionó ni les dio más información.

Se llevó al grupo a comer a un restaurante excelente en una limusina en la que los obsequió con regalos, y más tarde fueron a visitar la Torre Eiffel (con el apoyo de sus cómplices para que le fueran abriendo paso allá por donde iban). Allí les recordó que no sólo se trataba de la venta de un patrimonio nacional, sino que además hablaban de un acuerdo que suponía mucho dinero y eran pocos los elegidos, por lo que les rogaba discreción; era poco menos que un asunto de Estado.

A esas alturas, Victor Lustig ya había tenido tiempo de completar su estudio previo de cada empresario con una experiencia directa con ellos, y tenía claro que el candidato perfecto a primo era André Poisson. Se trataba de un distribuidor de chatarra bastante inseguro y ambicioso, que había tenido algún problema legal con anterioridad por diversos casos de sobornos de cara a lograr favores oficiales. Lustig suponía que aquel negocio sería irresistible para un Poisson que no cejaba en su empeño de entrar en las grandes ligas de los empresarios parisinos.

Para erradicar cualquier sospecha, Lustig convocó a Poisson a una reunión privada y se ‘sinceró’ con él: necesitaba dinero y sabía que él había incurrido alguna vez en casos de soborno. Ofender a Poisson fue el camino perfecto para que picara el anzuelo, dado que tras los aspavientos iniciales, el empresario aceptó compensar al supuesto funcionario público a cambio de convertirse en el elegido para quedarse con la Torre Eiffel por el equivalente al precio de siete mil toneladas de hierro.

Como de costumbre, el objetivo de Lustig no estaba en cobrar el total del dinero, demasiado para un solo pago y peligroso para cobrar en varias partes. Un primer plazo y el soborno –unos 650.000 francos de la época– fueron suficientes para que el timador cubriera los gastos realizados y calculase fondos necesarios para vivir bien una temporada. Además, el placer había estado, como siempre, en poder llevar a cabo tan desquiciado plan.

Mientras el astuto delincuente andaba por Austria, los empresarios, con Poisson al frente, descubrieron la trama. Pero no llegaron a presentar denuncia alguna. Según declararían años después, la vergüenza pública que supondría la noticia, poniendo de relevancia la ingenuidad y ambición del grupo, estaba por encima de cualquier pérdida.

Lustig pasó una etapa recorriendo Europa y algún tiempo en EE UU (en Broadway ganó casi 40.000 dólares como ficticio productor vendiendo los derechos de un musical que nunca existió). Y contra todo pronóstico (y contraviniendo la regla básica de no repetir dos veces la misma estafa), decidió volver a París para vender por segunda vez la Torre Eiffel. Repitió paso por paso el mismo plan, variando sólo su identidad y los escenarios. Y lo consiguió de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, los timados no fueron tan pudorosos y decidieron denunciar lo ocurrido, por lo que a Lustig y sus compinches no les quedó más remedio que cruzar una vez más el Atlántico.

LA CAJA RUMANA

En EE UU Lustig puso en marcha otro de sus golpes más originales, el de la ‘caja rumana’. Se trataba de un ‘invento extraordinario’ que fabricaba dinero. Según algunas fuentes, se introducía un trozo de papel en blanco de las dimensiones de un billete y la máquina escupía un billete de 100 dólares perfecto. Otras versiones apuntan a que la máquina duplicaba los billetes, ofreciendo otros de perfecto curso legal. Sea cual sea la versión real, el truco estaba en que el artefacto de marras tardaba de seis a ocho horas en escupir el billete ‘creado’. Así que Lustig lo cargaba con dos o tres billetes de cien reales y buscaba al pardillo de rigor, normalmente algún empresario medianamente acomodado pero con la suficiente ambición como para querer más dinero. Le hacía una demostración y llevaban el billete a algún banco para comprobar su autenticidad.

Convencido el pardillo, pagaba la cantidad solicitada por Lustig, quien en el último momento se arrepentía y se negaba a vender, lo que reforzaba las intenciones del primo. Cerrado el acuerdo, el estafador se daba a la fuga con el dinero y entre 16 y 24 horas de ventaja, que era el tiempo que la máquina tardaba en expulsar los únicos billetes que contenía en su interior.

Pero lo de Victor Lustig no era sólo habilidad para la estafa sino también para la huida. En diversas ocasiones logró escapar de la policía, y en 1934 llegó a protagonizar una fuga de prisión al estilo más clásico: descolgándose de una ventana por una escalera de sábanas. Cuando lo arrestaron algunos años después, sin embargo, la condena fue más dura: fue recluido en Alcatraz, donde trabó amistad con su viejo conocido Al Capone. Allí falleció de neumonía en 1947, a los 57 años. ‘Vendedor’, ponía en el apartado de profesión de la ficha de este hombre que llegó a falsificar más de cien millones de dólares a lo largo de su vida, creó una máquina de fabricar dinero y vendió la Torre Eiffel. Dos veces.