Muchos de los efectos que ha dejado la Gran Recesión quizá perduren durante bastante tiempo antes de ser plenamente corregidos, pero otros han transformado profundamente el teatro de la economía mundial y de forma especial el de los países desarrollados. “Ha habido una gran cantidad de cambios en los últimos diez años. La economía mundial no tiene la ayuda del comercio mundial ni de las ganancias de productividad. La normalización de la política monetaria sin una mejora en los fundamentos (comercio y productividad) no será la solución definitiva para marcar la vuelta de la normalidad”, señala a Forbes Aurelio García del Barrio, director del MBA con especialización en finanzas del Instituto de Estudios Bursátiles (IEB).
“La crisis ha tenido un coste muy elevado para la economía mundial. Todavía no se ha recuperado el nivel de empleo anterior a ella y las desigualdades se han acrecentado. La crisis también ha dejado un legado de deuda pública y bajas tasas de inversión en la mayoría de países desarrollados. El lado positivo es que la regulación financiera se ha reforzado. Por otra parte, los países emergentes han ganado peso en el sistema multilateral, no solo por su contribución al crecimiento mundial. También han generado más confianza en sus políticas económicas, algo evidente en el caso de China”, afirma a Forbes Raymond Torres, director de Coyuntura y Economía Internacional de Funcas, un think tank.
Uno de los efectos más notorios y preocupantes de la crisis ha sido la desaceleración del comercio mundial, cuyo crecimiento antes de 2008 se movía en tasas del entorno del 7% anual (en volumen) y constituía un motor clave de impulso económico y de riqueza. Sin embargo, desde 2011 los intercambios comerciales internacionales crecen tres veces menos y no parece que su desaceleración vaya a invertirse en un horizonte temporal razonable. En el caso de Europa, el sector exterior tocó fondo en 2009 y desde entonces ha tenido una senda alcista de ligeros superávits comerciales. Según algunos economistas, las políticas presupuestarias de austeridad aplicadas en el área podrían estar detrás de la todavía débil actividad del sector exterior europeo. Philippe Waechter, economista jefe de la gestora de activos Natixis AM del grupo financiero y asegurador francés BPCE, atribuye a factores como la falta de solidez del crecimiento económico mundial, la débil tendencia subyacente en el comercio internacional y a los cambios que se están produciendo en el mismo la pobre evolución de los intercambios comerciales. “Los países desarrollados están haciendo una menor contribución [al comercio mundial] porque muestran un menor impulso industrial, lo que significa que se necesita encontrar nuevas fuentes que vuelvan a impulsar su actividad económica”, y pone como ejemplo la aparición de las startups como un saludable intento por renovar el tejido empresarial y crear nuevos jugadores que impulsen la competitividad y abran nuevas oportunidades de negocio.
Se echa en falta, en opinión de Waechter, una mayor contribución de las economías desarrolladas al impulso de la actividad industrial, elemento clave del comercio mundial, tras una década de atonía general que Asia ha sabido aprovechar hábilmente para promover su gran poder exportador.
La cuestión es si las economías desarrolladas tienen una idea clara sobre las políticas necesarias para revitalizar el alicaído comercio internacional después de que en el último decenio hayan sido incapaces de hacer una contribución positiva al crecimiento de la actividad industrial, dejando un vacío que ha sido aprovechado en gran parte por Asia. Según datos de la CPB, una agencia de análisis de política económica dependiente del ministerio holandés de Economía, la producción industrial mundial creció un 21% entre 2008 y 2017, pero de ese avance solo un 3% correspondió a Estados Unidos, mientras que el 93% pertenecía a China (sin Japón). Por el contrario, la eurozona no experimentó ningún aumento, más bien una leve caída respecto a 2008.
La conclusión de esta pérdida de impulso de la industria manufacturera post crisis en las economías desarrolladas sugiere que esta fuente de crecimiento económico –y de productividad– está ahora ubicada en Asia, y parece que no se la espera en Estados Unidos ni en Europa. La aparición de posiciones proteccionistas, como las defendidas por el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, o los intentos de preservar de la competencia a sectores calificados de ‘estratégicos’, especialmente en Europa, donde se está viendo cómo Alemania trata de blindar su industria tecnológica de compras extranjeras (léase chinas), son un claro reflejo de la desconcertante actitud en que parecen moverse las economías desarrolladas.
“Por fortuna la crisis no provocó una reacción proteccionista (algo que sí ocurrió después de la Gran Crisis de 1929, con funestas consecuencias). El debilitamiento del comercio internacional registrado hasta 2016 se debe al menor crecimiento mundial o a factores ajenos a la crisis (maduración de las cadenas de valor, importancia de los servicios). Sin embargo, el discurso proteccionista ha resurgido últimamente, sobre todo en EE UU. Los populismos aprovechan el descontento generado por la crisis y la desigual recuperación”, añade Raymond Torres.
Las perspectivas del comercio internacional podrían además verse negativamente condicionadas por un posible cambio de sesgo de las políticas monetarias de los principales bancos centrales. “Anticipamos que la Reserva Federal en Estados Unidos continuará subiendo los tipos de interés a lo largo de 2018 y que el Banco Central Europeo acelerará la normalización de su política monetaria e iniciará la retirada progresiva de su programa de estímulos. Estos ajustes podrían provocar variaciones en los precios y los tipos de cambio, lo que a su vez alteraría la dinámica actual del comercio mundial”, según José Antonio Morilla, responsable de Global Transaction Banking (GTB) y de Trade Finance, de Deutsche Bank para España y Portugal.
Cae la productividad
Otro de los males que está aquejando a las economías más ricas desde el inicio de la crisis financiera es el descenso de la productividad –es decir, los bienes y servicios producidos por trabajador/hora–. La comunidad académica ha escrito océanos de tinta sin ponerse de acuerdo sobre la supuesta contribución positiva de las nuevas tecnologías a las ganancias de productividad. Lo paradójico es que de ser un parámetro exhibido hasta la saciedad por las economías más competitivas como ejemplo virtuoso a seguir por los países rezagados, ahora se ha vuelto casi invisible como argumento diferenciador de aquellas. La tendencia de la productividad en los últimos años ha estado por debajo de la media histórica en casi todos los países desarrollados. En el conjunto de la OCDE, organización multilateral que agrupa a las principales economías, el promedio en los últimos años ha sido del 1% frente al 1,8% del último ciclo expansivo. “La caída de la productividad se ha debido, por una parte, a la debilidad de la demanda por la crisis financiera, y por otra, al [efecto estadístico del] incremento temporal que experimentó a finales de los 90. Estos fenómenos se combinan con la notoria transformación provocada por la digitalización de la economía, que ha inducido amplios ajustes, pero también costes”, añade Philippe Waechter.
Las economías occidentales parecen encontrarse en un punto muerto, incapaces de generar la riqueza necesaria que incremente las rentas y de financiar el sistema de bienestar. La situación previa a la crisis, cuando se podían financiar las políticas sociales y las pensiones de las generaciones futuras, parece tan lejana que probablemente habrá que ir acostumbrándose a recordarla con cierta nostalgia. Philippe Waechter se pregunta: “¿Cómo podemos financiar las pensiones de los que se jubilan si los salarios de los jóvenes que trabajan no volverán a crecer tan rápido por las escasas ganancias de productividad? ¿Qué incentivos pueden crearse para que los jóvenes trabajen duro?”.
“Las economías occidentales ya no pueden generar el excedente que se requiere para pagar mayores salarios y financiar también el sistema de seguridad social. La tendencia a la baja en las horas de trabajo y el aumento de los ingresos por hora impulsaron a las economías occidentales a generar un gran superávit, pero este escenario se ha evaporado. Ahora es mucho más difícil avanzar en el campo del progreso social”, añade García del Barrio.
Esta situación del mercado laboral ha alterado también la medición de las estadísticas del desempleo. Si bien las tasas de paro en casi todas las economías siguen descendiendo, muchos especialistas recuerdan el importante porcentaje de parados que se autoexcluyen del mercado por la imposibilidad de encontrar un empleo, haciendo bajar la tasa oficial de paro. “Un contratiempo común es que la caída del desempleo se debe a que la gente que abandona el mercado laboral supera el número de empleos que se crean. Estados Unidos es el único país de la OCDE en el que la tasa de participación [laboral]entre los más jóvenes ha caído desde 2000. Cayó en los primeros cinco años de la recuperación, ayudando a reducir el paro un 0,8% anual”, señala un reciente estudio del estadounidense Bank of America Merrill Lynch (BofAML).
Otro fenómeno que se está constatando en las economías desarrolladas desde la crisis financiera es el descenso de los salarios, reflejo de la menor capacidad negociadora de los empleados, y que explicaría la falta de inflación salarial. Waechter destaca el caso de Estados Unidos donde la proporción de los bonus extraordinarios entre los empleados está creciendo en detrimento de los incrementos salariales. Las empresas prefieren este sistema para evitar impactos indeseados en su estructura de costes. “La falta de revalorizaciones salariales permitió la aplicación de políticas monetarias no convencionales”, señala Waechter, quien ve esta situación de bajos sueldos y reducción ficticia del paro como un “nuevo modelo de ajuste”.